DICIEMBRE, EL CAMINO Y UNA REFLEXIÓN

 

Nos adentramos en diciembre.
El mes más oscuro en estas latitudes que habito.
Aunque, al mismo tiempo, el mes de las luces: luces de mil colores transformando paisajes que, por momentos, parecen un bosque encantado en un cuento de final feliz.

Es un mes para integrar a pleno pulmón las experiencias vividas durante el año.
Para recogerlas con cuidado, mirarlas de frente y quedarnos solo con aquello que nos lleve a un lugar mejor.

Diciembre siempre invita al balance, pero también a la esperanza:
lo que suelto deja espacio para lo que vendrá.

Como dije una vez, todo final significa un nuevo comienzo si sabemos soltar y dejamos de mirar hacia atrás.
Porque solo cuando dejamos ir lo que pesa, lo que ya no vibra con nosotros, lo que cumplió su función… solo entonces puede ocurrir lo inesperado.

A mí este año me ha traído océano.
Mucho océano.
Y luz lejos del hogar.
Mientras sonaba, persistente, la misma melodía que sigue acompañándome también ahora.

Se llama calma.
La calma nacida tras la tormenta.


La calma: ese lugar donde por fin puedes respirar porque una parte de ti se ha rendido, no al desánimo ni a la derrota, sino a la aceptación.

La calma es ese territorio por el que se pasea tu alma, conocedora de lo eterno, sabedora de lo infinito, con la certeza de que estás exactamente donde debes estar, aun sin saber a dónde vas.

Un desorden con orden interno.

Pero ya nada importa cuando, por fin, el equipaje no pesa y caminas con el horizonte cada vez más cercano del nuevo año por venir.

Y mientras, yo de vuelta al verde de mi tierriña celta y al camino.
Ese que siempre me acompaña, vaya a donde vaya.
Incluso cuando llueve y el frío arrecia.

Porque de eso va la vida: 

de seguir en el camino, caminando.